La revolución que nunca pudo ni debió pensarse
Por encima de sus muchos logros -y errores- el valor principal de la revolución cubana sigue siendo la implacable voluntad de un pequeño pueblo por transgredir las normas del orden mundial dominante
Pese a que, a diferencia de Puerto Rico, Filipinas o la isla de Guam, EEUU no consigue tras la guerra hispano-norteamericana de 1898 anexionarse directamente a Cuba como una colonia más, el estatus de la isla va a derivar inmediatamente en una situación de semicolonia yanqui.
A los Tratados de París que siguen a la guerra y en los que España renuncia a su soberanía sobre la isla, le sucede la famosa enmienda Platt, que obliga a introducir en la nueva constitución cubana tres puntos que dejan la independencia y la soberanía del país en manos de Washington.
Por el primero de ellos Cuba se obliga a permitir la instalación de bases militares yanquis en su territorio sin más límites que los intereses del ejército norteamericano.
El segundo prohíbe a Cuba firmar tratados internacionales o endeudarse con cualquier país del mundo sin la aprobación de EEUU.
El tercero, finalmente, autoriza a las fuerzas armadas norteamericanas a intervenir en el país para “el mantenimiento de un gobierno adecuado”.
A lo largo de más de 30 años, la enmienda Platt va a asegurar el dominio militar, político y económico norteamericano sobre Cuba.
No será hasta 1934, cuando EEUU considera que dispone ya de los suficientes recursos internos en la isla y una casta burocrática político-militar vinculada y orgánicamente dependiente de Washington cuando la enmienda será derogada. Ya entonces, Fulgencio Batista forma parte destacada de esta casta político-militar, siendo Coronel Jefe del ejército cubano, miembro de la ‘Pentarquía’ que dirigirá el país entre 1934 y 1940 y presidente en solitario hasta 1944. Desde su cargo de jefe del ejército, Batista se convierte desde entonces en un hombre clave de EEUU para los asuntos de la isla. Y a él va a recurrir –a través de la CIA y el Pentágono– el grupo Rockefeller cuando el presidente Carlos Prío Socarrás, en los inicios de la década de los 50, comienza a poner reparos y pequeños obstáculos a los negocios previstos por el grupo en la industria del níquel en Cuba. El 7 de marzo de 1952, los gobiernos de Cuba y EEUU firman un Acuerdo de Asistencia Mutua para la Defensa. 72 horas después, Fulgencio Batista da el golpe de Estado. No sin antes entrevistarse, en la madrugada del mismo 10 de marzo, con el coronel Fred G. Hook, Jr., jefe de la Misión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos en Cuba, quien no tendrá empacho en afirmar horas después que “si esto tenía que suceder, Batista era el mejor hombre para el puesto”.
Las visitas de altos mandos de la CIA, representantes del grupo Rockefeller, del trust del acero (la United States Steel Co., propiedad del grupo Carnegie) o de las grandes compañías multinacionales de la alimentación norteamericana se suceden en las semanas siguientes. Al apoyo público y expreso al dictador, se añaden las nuevas y suculentas concesiones económicas, políticas, militares y de inteligencia que Batista concede a EEUU.
Pero la casta burocrática que sustenta a Batista no se conforma con esto. Y descubre una nueva fuente de lucrativos negocios en el trato con los jefes de la mafia norteamericana de Florida. En una serie de artículos titulados “Dinero mafioso, bonanza cubana”, el New York Daily News saca a la luz en enero de 1958 el proyecto conjunto entre la mafia de los Estados Unidos y una serie de corruptos personajes cercanos a Batista, cuyo objetivo es transformar el malecón de La Habana en la mayor y más lujosa cadena de casinos de juego del mundo, desplazando incluso a Las Vegas.
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