Cuando España se enfrentaba a los monopolios confabuladoras
En 1917, cuando el petróleo en España representaba el 0,3% en el uso final de energía, Joaquín Sánchez de Toca, ministro conservador de la época e hijo del médico que atendió en sus últimas horas al General Prim, escribió una pequeña obra titulada El Petróleo como artículo de primera necesidad para nuestra economía nacional. Según he leído en un artículo de Adrian Shubert, este escrito de Sánchez de Toca es el que inspiró, durante el gobierno de Primo de Ribera a su ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, para realizar la nacionalización del petróleo. Esta iniciativa se plasmó en el Real-Decreto Ley 1141 de 28 de junio de 1927, publicado en la Gazeta de 30 de junio de ese mismo año. En él, después de un “mono” parte sobre el buen estado de salud de la familia real de Alfonso XIII en Londres, se puede leer la exposición de motivos que el mismo Calvo Sotelo hace sobre la ley. En esta exposición se habla del problema del petróleo como uno en primera línea de todos los que modernamente interesan a todos los pueblos.
En el texto se justifica la nacionalización del petróleo, que daría lugar a la creación de CAMPSA, por tres razones. Primero se entiende que la industria del petróleo, por sus efectos de arrastre sobre otros sectores, puede ser uno de los instrumentos para la industrialización del país; segundo se asume que el petróleo es un instrumento básico de la defensa nacional (entiendo que como combustible de la flota marina y aérea); y en tercer lugar, se le ve también como una fuente de ingresos fiscales. Estas tres razones conducen a una de las frases más graciosas del texto, en la que se dice que el nuevo monopolio no significa realmente una instauración, sino tan sólo sustitución; porque de hecho, en materia de petróleos vivimos en régimen de Monopolio en manos de muy pocas entidades privadas cuya confabulación, siempre posible y en derecho estricto difícilmente reprimible, sobre todo si aquellas se amparan en fuero de extranjería, podría ocasionar riesgos gravísimos al consumidor y al mismo Estado, impotentes para desbaratarla.
A tenor de lo que cuenta Adrian Shubert, al final estas entidades privadas, apoyadas por sus gobiernos respectivos, fueron las que desbarataron el proyecto inicial. Este proyecto inicial era crear una empresa petrolera integrada española (con capital y trabajo nacional), cuya participación del Estado había de ser del 30%. Para crear esta empresa, se tuvo que nacionalizar lo que ya existía en la Península Ibérica: Industrias Babel y Nervión, inicialmente de capital francés y comprada por la Standard Oil de Jersey (1925), la Sociedad Petrolífera Española, filial de la Royal Dutch Shell,y otras empresas menores, fundamentalmente francesas, así como integrar a la Sociedad de Petróleos Porto Pi, creada por Juan March en 1925 -cuya emblemática y arquitectónicamente maravillosa gasolinera puede verse todavía hoy en Madrid en la Calle Alberto Aguilera.
Ello culminó en una batalla sobredimensionada, vista la minúscula dimensión del mercado petrolífero español de la época (en 1927, sólo el 2,1% del consumo final total de energía tenía como origen el petróleo) y la poca importancia de la Península Ibérica en el juego petrolífero mundial, que no acabó con CAMPSA, pero costó un dineral al erario español y desvirtúo el proyecto inicial de tener una empresa petrolera nacional fuerte. Esta batalla perdida, históricamente tiene su gracia, pues contiene algunos ingredientes relevantes para el relato del devenir de la industria petrolera internacional.
Esta historia transcurre entre 1925 y 1927; año, el primero, en el que quedaron fijadas en Lausana las fronteras entre Turquía e Iraq, incluyendo la región de Mosul, y con ello las concesiones petrolíferas en Oriente Medio; y año, el segundo, previo a que las siete compañías petrolíferas más poderosas del mundo (según Calvo Sotelo, los monopolios privados confabuladores) se constituyeran en las Siete Hermanas y se repartieran, junto a la Compañía Francesa de Petróleo, el mercado mundial. Por ello este pequeño acto, cebollante, de creación de una compañía nacional fuera del ámbito de la gran industria petrolera internacional, pudo ser considerado, por parte de ésta, como un acto de rebeldía que no se debía tolerar. Máxime si se tiene en cuenta, que la única empresa petrolífera implicada en la historia, la de la Sociedad Petróleos Porto Pi, había logrado un acuerdo con las autoridades soviéticas para importar crudo desde la URSS, sólo tres años después de que en la Conferencia de Génova y subsiguientes, se limitaran sustancialmente las relaciones entre la incipiente industria petrolera soviética y la occidental. Ello, aunque ahora podamos pensar que no tenía futuro alguno, rompió la hegemonía de las “grandes” en España y debió ser visto como una disidencia a no permitir.
Es curioso, pero visto en perspectiva, éste debió de ser uno de los momentos de máxima actividad diplomática internacional en torno al sector petrolífero español. Se creó una campaña de boicot internacional y se desestabilizó, a la ya inestable, dictadura de Primo de Rivera. Parece increíble que un país atrasado como España, con un ínfimo consumo de petróleo, por querer crear una compañía de petróleos nacional con participación estatal, creara tal alboroto, pero la moraleja es evidente: el poder del monopolio no se logra por el buen hacer, sino por la exclusión de cualquier atisbo de competencia, por pequeña e inofensiva que esta sea. Esto fue así, cuando esta industria era incipiente, y lo es ahora, cuando está madura y obsoleta.
La diferencia es que, entonces, el gobierno intentó oponerse, en palabras de Calvo Sotelo, a ese poder privado que atenta contra el consumidor y el Estado, mientras que ahora, nuestros gobernantes favorecen su poder. Intuyo que esta debe ser la diferencia entre un conservadurismo nacional y uno globalizado, pues por lo demás, las distas ideológicas entre el gobierno de entonces y el de ahora, parecen pocas.
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