Debido a ello, la izquierda no ha sabido distinguir la doble tendencia que existe en el nacionalismo. No ha sabido diferenciar las líneas pequeño burguesas, progresistas, populares e incluso revolucionarias, de las que se esconden detrás de otros sectores con un carácter profundamente reaccionario y proimperialista.
Las consecuencias de no trazar con claridad esta línea de demarcación ha sido la de desarmar, confundir y extraviar a amplios sectores populares.
Las
peculiaridades de nuestro desarrollo histórico como país y los rasgos
principales de la formación social española han determinado que España haya
podido mantener su carácter de nación plural.
En el resto de países europeos -primero
con las monarquías absolutas y especialmente al imponerse el dominio de clase
de la burguesía- el Estado “uniformizó”
a la población, eliminando prácticamente cualquier vestigio de lenguas,
costumbres o la personalidad política, social y cultural propia de sus
distintas partes.
Por el contrario, en España la
formación de un Estado nacional se hizo compatible con la existencia de
distintas lenguas y culturas, con el mantenimiento de una fuerte personalidad
diferenciada de las nacionalidades y regiones coexistiendo en un todo común.
Tres
factores objetivos, de lucha de clases, explican esta aparente anomalía:
1º.- Fruto de su carácter dependiente y la intervención exterior
a que ha ido sometida desde sus mismos orígenes, la oligarquía española ha sido incapaz de encabezar su propia
revolución burguesa, que permitiera encuadrar y unificar a toda la nación
bajo su dominio.
2º.- Ha existido
históricamente un arraigado sentimiento popular en las nacionalidades,
interclasista e integrador, de preservar, defender y desarrollar su lengua,
cultura, usos y costumbres, instituciones de autogobierno… frente a los
persistentes intentos de las clases dominantes por hacerlos desaparecer.
3º.- Tras la constitución de la moderna clase dominante española
en el último tercio del siglo XIX, a raíz de la fusión entre la alta burguesía
bancaria y comercial con la aristocracia terrateniente, la pequeña y mediana burguesía –que estaban especialmente
desarrolladas en Cataluña y Euskadi, los territorios más ricos y dinámicos- quedaron fuera de este nuevo poder que pasó a dominar de forma exclusiva
el Estado. Serán estas burguesías las que, para afianzar su posición en el
mercado regional frente a la voracidad monopolista del gran capital financiero,
levantarán la bandera del nacionalismo o del regionalismo político (apoyándose
en los sentimientos populares de defensa de lo que les es propio), como medio
para dotarse de la fuerza y el apoyo de masas necesarios para ello.
Sobre
estos factores internos va a actuar la intervención exterior de las principales
potencias imperialistas azuzando los ataques contra la unidad. Este es el
aspecto principal de que sea necesario distinguir desde sus orígenes las dos
tendencias, las dos líneas y las dos naturalezas que surgen en el nacionalismo.
Por un lado, un nacionalismo
dominantemente pequeño burgués, al que podríamos catalogar como iberista,
defensor de preservar la diferenciación de cada una de las partes, pero
manteniendo y reforzando al mismo tiempo la unidad de España en un régimen de
tipo federal o confederal. Y que se une a las reivindicaciones y anhelos del
conjunto del pueblo español.
Por otro lado, un nacionalismo (cuyo
principal exponente sería la línea dominante en el PNV, pero que también está
presente en el nacionalismo catalán) orgánicamente vinculado a potencias
extranjeras, esencialmente reaccionario y retrógrado, del cual han partido
todos los proyectos independentistas, y que históricamente ha actuado como un
verdadero aparato de intervención del imperialismo en nuestro país.
Históricamente, los nacionalismos iberistas (en los que podríamos
englobar al catalanismo, el galleguismo o el andalucismo) por su mismo carácter de clase mediano y pequeño-burgués
y por su programa de lucha, han tendido a ser fuerzas más o menos radicalmente
antioligárquicas y antimonopolistas. Lo que en numerosas ocasiones en nuestra
historia les han llevado, además, a enfrentarse con los proyectos imperialistas
de dominio sobre nuestro país. Constituyendo, a pesar de sus errores y
vacilaciones, fuerzas en lo principal progresistas.
El
fomento y la revitalización de la lengua y las expresiones culturales propias
(movimiento conocido como la “Renaixença”, el renacimiento) son el
vehículo que utilizará la burguesía catalana a partir de 1830, como plataforma
desde la que construir, en una siguiente etapa, un movimiento político
nacionalista. Con las Bases de Manresa –documento presentado
como proyecto para una ponencia ante el consejo de representantes de las
asociaciones catalanistas en 1892–
este movimiento de regeneración cultural da el salto al nacionalismo político
uniendo a sus tradicionales reivindicaciones culturales la exigencia del
autogobierno y la autonomía política.
Dirigido
en su etapa inicial por los sectores de una alta burguesía no oligárquica, este
sector de clase, representado por la Lliga
Regionalista de Francesc Cambó, participara en diferentes gobiernos en
Madrid, e impulsará un “nacionalismo económico español” como forma de proteger
sus intereses y negocios frente a las amenazas del capital extranjero.
Con
la llegada de la IIª República, una pequeña burguesía extremadamente
radicalizada en torno a la cuestión nacional –pero también en lo político y lo
social– se convertirá en la fuerza hegemónica y dirigente dentro
de las fuerzas nacionalistas catalanas.
Con la
ERC de Macià y, posteriormente de Companys, el nacionalismo catalán –pero
también el galleguismo de Castelao o la ORGA y el andalucismo de Blas Infante–
se convertirán en fuerzas activas y de primer orden en la lucha contra la
reacción y el fascismo, la defensa de la legalidad republicana y la resistencia
contra la intervención nazi-fascista.
Políticamente
situadas en la izquierda y socialmente avanzadas y progresistas, este tipo de
nacionalismo iberista -que siguen Macià en
1931 al proclamar “la República catalana como Estado integrante de la
Federación Ibérica”, o Companys en 1934
decretando “el Estat Català dentro de la “República federal española”-
continúan la tradición federal o confederal defendida durante la Iª República y
que toma cuerpo en los movimientos nacionalistas de finales del siglo XIX y
comienzos del XX.
Una concepción de España que,
paradójica mente, enlaza de algún modo –salvando el tiempo y las distancias–
con el proyecto a través del cual los Reyes Católicos dieron forma a la unidad
política de España. Una especie de “monarquía confederal”, que hundía sus
raíces en las tradiciones políticas de la Corona de Aragón. Es decir, una idea
de España en la que, por encima incluso de las estructuras jurídico-políticas,
es la existencia de un proyecto unificado y la defensa de unos intereses
comunes, así como una inquebrantable lealtad y una firme voluntad de
cooperación lo que fortalece y da cohesión a los lazos de unidad. Y que por lo
tanto, permite que cada una de las partes que componen ese todo pueda gozar de
la máxima autonomía en la gobernación de sus asuntos particulares, sin que ello
afecte en lo más mínimo la unidad, sino que al contrario la refuerce.
Esta
es la línea dominante en el nacionalismo catalán, que van a defender los
sucesivos presidentes de la Generalitat tras Companys, desde Josep Arla, nacido en una familia
obrera de republicanos federales, o Josep
Tarradellas, que acababa todos sus discursos gritando “Visca Catalunya y Viva España”.
A esta
tradición iberista pertenecen también Castelao o Casares Quiroga en Galicia y Blas
Infante en Andalucía, pero también el escritor Lobo Antunes y el premio Nobel José
Saramago en Portugal, defendiendo la unidad ibérica.
Sólo desde este carácter es posible
entender cómo, por ejemplo, en la década de los 70 pudo darse un trasvase fluido de cuadros
dirigentes entre el PSUC y ERC, entre ellos, el ex-diputado de ERC y gran amigo
del Partido Francesc Vicens, cuya
posición profundamente antiimperialista y patriótica no era para nada
incompatible con el programa iberista y confederalizante de la ERC de entonces.
Enfrentado a la concepción iberista tradicional en las fuerzas
nacionalistas, otros sectores -especialmente el hegemónico en el PNV y algunas
posiciones presentes en el nacionalismo catalán- no han dudado en alinearse con
las potencias imperialistas más fuertes y agresivas (Inglaterra, Alemania o
EEUU), poniéndose a su servicio incondicionalmente. Es precisamente esta
carácter proimperialista el que le otorga los rasgos particularmente
reaccionarios que los caracterizan.
- Desde su mismo nacimiento el
nacionalismo vasco va a estar al servicio de los intereses de una alta
burguesía comercial vizcaína, frente a una oligarquía española
en la que está integrada la gran burguesía minera y metalúrgica vasca de
la que han quedado excluidos, y contra la creciente amenaza de un
proletariado cada vez más numeroso, organizado y consciente.
Va a integrar en su pensamiento tanto
los valores del tradicionalismo conservador más retrógrado y rancio como el
integrismo católico más reaccionario, convirtiéndose en el nuevo instrumento
para perpetuar el poder caciquil y eclesiástico en el mundo rural.
Contra el movimiento obrero, cuya
principal base social lo constituyen las oleadas de trabajadores llegados del
resto de España a las minas y la siderurgia, Sabino Arana introduce
en el discurso nacionalista un pensamiento profundamente racista, xenófobo y etnicista, haciendo a los “maketos” (término que él mismo inventa) responsables de todos los
males de Euskadi. Esta xenofobia y el racismo extremos del fundador del
nacionalismo vasco Sabino Arana, se
concentran y adquieren su máxima expresión en el odio a todo lo español, que
llega a convertirse en uno de los pilares de su obra.
Pero
el aspecto principal de este sector hegemónico en el PNV está concentrado en
las palabras de Sabino Arana en junio de 1901: “Dice
la prensa que por esa (aludiendo a San Sebastián) banquetea un coronel inglés
propalando la especie de una posible alianza de Inglaterra con Francia, cuyo
resultado sería la desmembración de España… Si el tal que así se expresa existe
y no es un quidam, nos conviene aprovecharnos de la ocasión: porque con esa
alianza es muy probable nuestra libertad; y sin ella, imposible nuestra
salvación”.
Desde
sus orígenes, el PNV adquiere un carácter marcadamente proimperialista, su línea
dirigente buscará aprovechar las contradicciones entre los imperialismos con
intereses de dominio sobre España o entre éstos y la clase dominante española
para tratar de hacer avanzar su apuesta radical por la independencia. Todo vale
para imponer su dominio sobre Euskadi. Y en tanto que su fuerza económica,
social y política es incomparablemente menor que la de su oponente oligárquico,
no dudará en ofrecer su territorio y su pueblo al servicio de las potencias
imperialistas más fuertes de cada momento, interesadas en fomentar fuerzas
centrífugas para debilitar a España y dominarla más fácilmente.
Sabino
Arana se ofrecerá permanentemente a Inglaterra, buscando en
Londres (o en París) la fuerza necesaria para desmembrar España. Aguirre, primer lendakari de la autonomía
vasca, se dirigirá a Hitler, en
plena guerra mundial, para buscar su apoyo a la independencia vasca. Al
no conseguirlo organizará una red de espionaje a través de las casas regionales
vascas en Iberoamérica que pondrá al servicio de la CIA. Delatando a comunistas, socialistas, anarquistas o patriotas
antiyanquis a fin de hacer méritos ante el hegemonismo y buscar su apoyo para
la causa de la independencia vasca. Arzallus
buscará en la burguesía alemana y su proyecto de la “Europa de los pueblos”
el sostén para llevare adelante la independencia de Euskadi “al estilo de
Lituania”.
- También en el seno del
nacionalismo catalán, junto a los sectores dominantes de tradición
iberista, coexisten otros que sirvieron objetivamente a la vieja ambición
de las potencias imperialistas para
enfrentar, debilitar y dividir a nuestro país.
En el seno de ERC -más que un partido, un movimiento que agrupaba a
sectores muy diferentes- van a convivir junto a Companys elementos extremadamente reaccionarios y proimperialistas
como Josep Dencàs, ministro del
Interior de Companys, quien trató de organizar un golpe de Estado para
proclamar la independencia de Cataluña aprovechando la huelga general
revolucionaria de octubre de 1934 contra la entrada de la CEDA en el gobierno o
Pi i Sunyer, que fue a ofrecer los
servicios de la Generalitat en el exilio a Churchill a cambio de que los
aliados, tras la victoria, reconocieran a Cataluña como una nación
independiente dentro de la Europa federal.
Este desarrollo histórico del nacionalismo hay que leerlo hoy a la luz de
la intervención hegemonista y del desarrollo de nuestro país en los últimos 40
años. Donde se entrecruzan dos fenómenos:
*El impulso a la disgregación en Europa que
ha acompañado a la nueva emergencia de Alemania como centro de poder europeo.
*Y el nacimiento, al calor del desarrollo
del Estado autonómico, de nuevas castas político-burocráticas que se han
adueñado tanto de las instituciones de autogobierno como de las fuerzas
nacionalistas periféricas, cambiando la naturaleza y el contenido que
históricamente han tenido y convirtiéndolas en uno de los principales medios
para la intervención hegemonista sobre nuestro país.
¿Cómo es posible que en España, que se
ha convertido en uno de los países más descentralizados del mundo, donde las
nacionalidades disfrutan de un mayor reconocimiento a sus particularidades y
los gobiernos locales concentran más poder y tienen más autonomía, no solo no
se hayan amortiguado los conflictos en la articulación nacional, sino que en
los últimos 20 años hemos asistido, primero en Euskadi y ahora en Cataluña, a
dos abiertos desafíos secesionistas?
Para comprender esta aparente paradoja,
debemos partir no solo del desarrollo histórico de la cuestión nacional, sino
también de dos fenómenos que están determinando la vida del país.
La desaparición de la URSS como
superpotencia hegemonista y la reunificación alemana provocan un cambio
estructural en la jerarquía de la cadena imperialista, convirtiendo a Berlín en el nuevo centro de poder
emergente en Europa.
La burguesía monopolista alemana, ante el
declive estratégico norteamericano, ve la oportunidad –y se lanza a por ella–
de avanzar en sus objetivos de dominio sobre Europa. Su plan no es otro que el viejo proyecto hitleriano de la “Europa de
los pueblos”, una reconversión del continente europeo que implica su
reorganización territorial, la disolución y recombinación de sus estructuras
administrativas y sistemas estatales, el desmembramiento de los antiguos
Estados-nación y su transformación en pequeñas unidades productivas “naturales”
(es decir, homogéneas por razones étnicas, raciales, históricas o lingüísticas)
que giren en torno a la locomotora- tanque germana. Para cuestionar los límites
de los Estados actuales, fragmentándolos, se utiliza en unos casos la
diversidad étnica o lingüística, las disputas históricas o las rencillas
territoriales; en otros los conflictos económicos de las regiones más ricas,
pero en todos los casos la tendencia inexorable es a la desmembración de los
actuales Estados y la integración de las nuevas comunidades en las
superestructuras europeas en las que Alemania ya se ha asegurado la hegemonía.
Este proyecto adquiere su cara más
sangrienta en la fragmentación de Yugoslavia, pero también una versión “suave”,
una “disgregación plácida”, en Checoslovaquia.
A través de organismos oficiales de la
UE -como la “Europa de las regiones”- o de una extensa red política, social y
cultural que emana del Estado alemán y se ha extendido por todo el continente
-lo que hemos denominado la “bundestelaraña”-, se ha extendido el virus de la
disgregación en Europa desde hace casi tres décadas.
A pesar de que las diferentes
coyunturas lo pongan en primer plano o lo aminoren, la utilización de la
fragmentación como arma es una política estratégica de la burguesía alemana
para imponer su dominio sobre Europa.
Por su parte, EEUU no ha renunciado en
ningún momento a utilizar la carta de la disgregación a su servicio.
Convirtiendo el nuevo Estado de Kosovo en una gigantesca base del Pentágono, y
respaldando o creando movimientos independentistas en las ex repúblicas
soviéticas.
Este impulso “desde fuera” a la fragmentación ha actuado sobre determinaciones internas.
Tras la aprobación de la Constitución
de 1978 se inició un amplio proceso de descentralización política como
alternativa para resolver los problemas de distribución territorial del poder,
así como el complicado encaje de las nacionalidades históricas, un tema desde
siempre conflictivo en la historia de España. El Título VIII de la Constitución
se tradujo en un nuevo diseño de organización territorial, caracterizado
básicamente por la aparición de las Comunidades Autónomas, las cuales han
supuesto un verdadero reparto del poder político que ha tenido enorme
incidencia en todas las estructuras del país.
Los éxitos en la construcción del
Estado autonómico, que hoy nadie discute, no pueden ocultar los errores y
excesos cometidos, y las graves consecuencias que comportan.
Desde
su creación y generalización, Gobiernos y parlamentos autonómicos han ido
construyendo en todo esto este tiempo una espesa e intrincada trama de poder, en
el que ambos aspectos –poder político y capacidad financiera y presupuestaria–
se han ido alimentando mutuamente en una carrera que parece no tener fin. Cuantos
más recursos poseen los gobiernos autonómicos, más crecen las estructuras
burocrático-administrativas de que disponen. Y viceversa. Cuanto más se
extienden estas estructuras de poder local, más recursos presupuestarios
necesitan arrebatar al Estado para sostenerlas y ampliarlas.
Este
modelo de descentralización política y administrativa ha dado como resultado la
aparición y emergencia de una nueva
clase social: unas burguesías burocrático-administrativas regionales
dotadas, en cada uno de los territorios que controlan, de un fuerte poder
político, de unos ingentes recursos económicos y de una base social de apoyo
formada por decenas de miles de personas cuyas condiciones materiales de vida y
de trabajo dependen exclusivamente de que estos poderes taifales se mantengan y
se amplíen.
Y que han creado -a través del reparto
de subvenciones o las posibilidades que ofrece la cercanía al poder político-
unas redes “clientelares” –enrocadas con los fundamentos históricos del
caciquismo en España, pero con formas remozadas– que se extienden al terreno de
las instituciones políticas y sociales, de la economía regional, de los medios
de comunicación, del claustrofóbico mundo cultural,...
Mientras
el dominio del hegemonismo y el imperialismo se concentra (el de la superpotencia
norteamericana en todo el mundo, el de una UE crecientemente hegemonizada por
Alemania) en España el desarrollo del Estado de las Autonomías ha desembocado
en la existencia de 17 marcos para-estatales donde medran y se hacen fuertes
estas nuevas burguesías. Ofreciendo un vehículo a través de cual el hegemonismo
puede multiplicar su capacidad de intervención interna e influencia en España.
La
emergencia de estas burguesías burocráticas regionales prohegemonistas, el
poder que han alcanzado en la administración autonómica y el control que
ejercen sobre buena parte de los partidos nacionalistas es lo que ha
hecho que, en la actualidad, algunas de esas fuerzas que en su origen fueron
las fuerzas que representaban a los nacionalismos iberistas hayan dado un giro
de 180º en su carácter y naturaleza, pasando a ser fuerzas abiertamente
prohegemonistas y uno de los vehículos principales de la intervención
imperialista en España en nuestros días.
El ejemplo más claro es el nacionalismo catalán. La entrega del gobierno a Jordi Pujol en 1980, a pesar de que existía la posibilidad de formar un gobierno de izquierdas, quiebra la continuidad con la línea que representaban Companys o Tarradellas. Pujol prohibió a éste último finalizar en el nuevo Parlament catalán su discurso con su tradicional “Visca Espanya”.
Las peculiares condiciones de Cataluña
han permitido que sea allí donde mayor poder ha alcanzado una auténtica
burguesía burocrática, que debe sus ganancias no a su dinamismo y competitividad,
sino a la gestión y saqueo de los fondos públicos. Y que ha utilizado el enorme
aparato de la Generalitat para fortalecer su dominio económico, político,
social, cultural... sobre la población de Cataluña.
Esta nueva burguesía burocrática ya no se corresponde con la tradicional
burguesía catalana, contraria a la independencia,
en sus capas más altas porque se ha incrustado en la oligarquía española, en su
extensa red de pequeñas y medianas empresas porque sus negocios siguen
dependiendo, a pesar de la globalización, del mercado español.
Conforme aumenta su poder
esta nueva casta, se agudizan los rasgos más reaccionarios -que nunca habían
sido dominantes en el nacionalismo catalán-: la difusión del odio a España, la
siembra de un racismo de clase hacia los “charnegos”, los trabajadores venidos
de otras partes de España, o la nueva clase obrera inmigrante, la sumisión al
catolicismo más conservador, el recurso estructural a la corrupción...
Los sucesivos gobiernos
catalanes desde la transición han sido alumnos aventajados en aprovechar las
nuevas condiciones internacionales para fortalecer sus relaciones con el nuevo
centro de poder europeo. A través de instituciones como la “Europa de las
regiones”, o estableciendo por parte de los núcleos dirigentes de la ex
Convergencia una relación privilegiada con la CSU, representantes de la
“fracción bávara” de la burguesía alemana.
Ha
sido la degradación política de España provocada por el proyecto hegemonista de
saqueo e intervención impuesto desde Washington a partir de 2010 -y no “las
consecuencias de la crisis” o la reacción ante la revocación del nuevo Estatut
por parte del Tribunal Constitucional- lo que ha creado las condiciones
aprovechadas por los sectores de la burguesía burocrática catalana nucleados en
torno a Mas y Puigdemont para atacar la unidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario