75 aniversario de Pearl Harbour
La historia de la expansión del poder imperial norteamericano está plagada de auto-ataques
Todavía existen serias dudas sobre el acontecimiento que provocó la entrada en la I Guerra Mundial de EEUU: el ataque de los submarinos alemanes contra el Lusitania, un trasatlántico norteamericano. De lo que no existe ninguna, porque así lo confirma la correspondencia entre Churchill y Roosevelt, es que la inteligencia norteamericana y el alto mando conocían de antemano el ataque japonés sobre Pearl Harbour. Dejaron que se consumara, sacrificando la vida de 2.500 de sus soldados, a fin de tener el argumento que precisaban para entrar en la II Guerra Mundial.
EEUU es un país esquizofrénico; un país escindido entre una Democracia interna y un Imperio exterior que se sostienen sobre bases irreconciliables.
Para poder extenderse, el Imperio necesita empujar a la Democracia hacia sus aventuras expansionistas arrastrándola en contra de su voluntad. Esta disociación, esta doble naturaleza de Imperio expansivo y Democracia interna está en la propia génesis de EEUU como nación y recorre toda su historia.
En 1845, y al grito de “Recordad El Álamo”, el ejército norteamericano declara la guerra a Méjico. Hoy sabemos que la supuesta heroica gesta de El Álamo, donde un puñado de norteamericanos habrían resistido hasta el límite para ser finalmente degollados por los mejicanos, nunca existió. Pero su invención fue la excusa para arrebatarle a Méjico cerca de un 50% de su territorio.
En 1898, la falsa acusación contra España de haber provocado la voladura del acorazado El Maine fue el pretexto para declararnos la guerra y anexionarse Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, otra vez a costa del mundo hispano. Descartada la intervención española por la comisión que lo investigó, es más que presumible que fueran ellos mismos quienes provocaron el hundimiento causando la muerte de 300 de sus marinos. Una gigantesca campaña de prensa bajo la consigna de “Recordar el Maine” permitió movilizar a los sectores de la clase política y de la opinión pública, inicialmente contrarios a la guerra, hacia su aprobación. “Usted envíeme las imágenes que yo le mandaré la guerra” había dicho unos meses antes el magnate de los medios de comunicación Hearst a su corresponsal en La Habana.
Todavía existen serias dudas sobre el acontecimiento que provocó la entrada en la I Guerra Mundial de EEUU: el ataque de los submarinos alemanes contra el Lusitania, un trasatlántico norteamericano. De lo que no existe ninguna, porque así lo confirma la correspondencia entre Churchill y Roosevelt, es que la inteligencia norteamericana y el alto mando conocían de antemano el ataque japonés sobre Pearl Harbour. Dejaron que se consumara, sacrificando la vida de 2.500 de sus soldados, a fin de tener el argumento que precisaban para entrar en la II Guerra Mundial.
“Cada día que pasa siento un mayor temor del poder que ha alcanzado el complejo militar industrial”, la frase pronunciada por el presidente Eisenhower es la clave para comprender uno de los episodios no aclarados de la reciente historia norteamericana; el asesinato de Kennedy (JFK). Inicialmente presentado como una intervención cubana, el magnicidio ha sido objeto de sospechas más que fundadas que apuntan a la CIA y los sectores más duros del Pentágono; su objetivo, eliminar el obstáculo de un presidente demócrata reticente a las aventuras expansionistas imperiales y sustituirlo por Jonhson, bajo cuyo mandato y con la excusa de otro incidente inventado en el golfo de Tonkin, se inició la escalada bélica en Vietnam.
También Iberoamérica conoce en sus entrañas la infinidad de provocaciones y auto-agresiones organizadas por la CIA para justificar la intervención de los marines o de sus gorilas golpistas formados en la Escuela de las Américas.
La historia de la expansión del poder imperial norteamericano está plagada de auto-ataques. En unos casos organizados por ellos mismos, en otros induciéndolos, en otros consintiéndolos. De cualquier forma, cada uno de estos ataques, cada una de estas provocaciones, estaba hecha para que el Imperio mandara sobre la Democracia, para arrastrarla y someterla a la utilización de la fuerza necesaria para expandirlo.
EEUU es un país esquizofrénico; un país escindido entre una Democracia interna y un Imperio exterior que se sostienen sobre bases irreconciliables.
Para poder extenderse, el Imperio necesita empujar a la Democracia hacia sus aventuras expansionistas arrastrándola en contra de su voluntad. Esta disociación, esta doble naturaleza de Imperio expansivo y Democracia interna está en la propia génesis de EEUU como nación y recorre toda su historia.
En 1845, y al grito de “Recordad El Álamo”, el ejército norteamericano declara la guerra a Méjico. Hoy sabemos que la supuesta heroica gesta de El Álamo, donde un puñado de norteamericanos habrían resistido hasta el límite para ser finalmente degollados por los mejicanos, nunca existió. Pero su invención fue la excusa para arrebatarle a Méjico cerca de un 50% de su territorio.
En 1898, la falsa acusación contra España de haber provocado la voladura del acorazado El Maine fue el pretexto para declararnos la guerra y anexionarse Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, otra vez a costa del mundo hispano. Descartada la intervención española por la comisión que lo investigó, es más que presumible que fueran ellos mismos quienes provocaron el hundimiento causando la muerte de 300 de sus marinos. Una gigantesca campaña de prensa bajo la consigna de “Recordar el Maine” permitió movilizar a los sectores de la clase política y de la opinión pública, inicialmente contrarios a la guerra, hacia su aprobación. “Usted envíeme las imágenes que yo le mandaré la guerra” había dicho unos meses antes el magnate de los medios de comunicación Hearst a su corresponsal en La Habana.
Todavía existen serias dudas sobre el acontecimiento que provocó la entrada en la I Guerra Mundial de EEUU: el ataque de los submarinos alemanes contra el Lusitania, un trasatlántico norteamericano. De lo que no existe ninguna, porque así lo confirma la correspondencia entre Churchill y Roosevelt, es que la inteligencia norteamericana y el alto mando conocían de antemano el ataque japonés sobre Pearl Harbour. Dejaron que se consumara, sacrificando la vida de 2.500 de sus soldados, a fin de tener el argumento que precisaban para entrar en la II Guerra Mundial.
“Cada día que pasa siento un mayor temor del poder que ha alcanzado el complejo militar industrial”, la frase pronunciada por el presidente Eisenhower es la clave para comprender uno de los episodios no aclarados de la reciente historia norteamericana; el asesinato de Kennedy (JFK). Inicialmente presentado como una intervención cubana, el magnicidio ha sido objeto de sospechas más que fundadas que apuntan a la CIA y los sectores más duros del Pentágono; su objetivo, eliminar el obstáculo de un presidente demócrata reticente a las aventuras expansionistas imperiales y sustituirlo por Jonhson, bajo cuyo mandato y con la excusa de otro incidente inventado en el golfo de Tonkin, se inició la escalada bélica en Vietnam.
También Iberoamérica conoce en sus entrañas la infinidad de provocaciones y auto-agresiones organizadas por la CIA para justificar la intervención de los marines o de sus gorilas golpistas formados en la Escuela de las Américas.
La historia de la expansión del poder imperial norteamericano está plagada de auto-ataques. En unos casos organizados por ellos mismos, en otros induciéndolos, en otros consintiéndolos. De cualquier forma, cada uno de estos ataques, cada una de estas provocaciones, estaba hecha para que el Imperio mandara sobre la Democracia, para arrastrarla y someterla a la utilización de la fuerza necesaria para expandirlo.
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