Los Estados Unidos de Adentro y
los Estados Unidos de Afuera.
Los de Adentro, aún con sus excesos de armas domésticas y sus gorduras diabéticas, probaron ser uno de los lugares más amables para vivir en la tierra. Los de Afuera, con sus intervenciones militares y sus vetos a la justicia internacional, una de las pesadillas más amargas de la historia. Nada nuevo. Las dos caras de una misma moneda. Siempre ha sido así. Japón protege sus bosques, pero esquilma los de Australia para construir casas de madera. España entera salió a la calle a defender la democracia mientras un gobierno socialista aprobaba la venta de tanquetas a Pinochet para disolver manifestaciones pacíficas en Chile. Tonto el último.
Pero ahora es distinto. El imperio ya no es solamente
perverso en el extranjero. Por vez primera se autolesiona. Se envenena a sí
mismo. Abandona definitivamente la búsqueda de felicidad sugerida por sus
padres fundadores y se deja llevar por la doctrina liberal que les vendió
Ronald Reagan, su padre demoledor, en la que todo vale, hasta el suicidio, si
proporciona ingresos. Como si la América anglosajona quisiera demostrarle a
Eduardo Galeano que también sabe abrirse sus propias venas.
El enemigo público número uno de USA se llama
fracturación hidráulica y consiste en extraer gas natural del subsuelo a base
de inyectar un veneno mortal que está fulminando los acuíferos. El conglomerado
de intereses que anda detrás, Natural Gas Energy, invierte billones de dólares
en publicidad para que el ama de casa crea que basta con practicarle un agujerito
ecológico al terreno para embotellar limpiamente la inmensidad de combustible
que se almacena a tres kilómetros de la superficie. En plan Barrio Sésamo,
explican por televisión que el gas de la tierra se presenta como el del agua
mineral, o sea en burbujas, y que a ellos se les ha ocurrido inyectar agua a
presión para fracturar las rocas, juntar las infinitas pompas en una grande y
conseguir así que salga todo por el mismo tubo. Para minimizar el daño
medioambiental. Para rentabilizar la inversión. Para que América no dependa del
petróleo que anda en manos de dictadores terribles. Así de claro. Así de
bonito. Así de fácil. Y, tan buenos son ellos, que encima alardean de haber
creado 9,2 millones de empleos a base de pinchar la tierra con esta acupuntura
inocente.
Pero acabo de volver de Dimock, un pequeño pueblo
anclado en las verdes colinas de Pensilvania, y la verdad resulta tremendamente
más sucia. Descorazonadora. Los habitantes que almuerzan en Stables, la taberna
local, no levantan la vista del plato. No sonríen. No intercambian palabras con
sus parejas. Los pájaros que solían posarse en los cables de la luz a saludar
con sus cantos a los viandantes han emigrado. El único sonido que queda en las
calles es el de los cientos de camiones y excavadoras que van trillando el
asfalto y abriendo cremalleras de barro entre los árboles del bosque para
montar sus campamentos. El ruido incesante de motores y el nauseabundo olor a
nafta se confunde con el cargo de conciencia de sus habitantes por haberle vendido
al capital su alma. Un apocalipsis coronado por el rugido de unas llamas que
emergen a bocanadas infernales de largas chimeneas, como alaridos de dragones
en celo, y que le dan a este valle elegido del paraíso un sonido ambiente de
aeropuerto internacional que no cuadra con sus granjas de caballos.
Las compañías del gas ocultan que, para fracturar las rocas, necesitan millones de metros cúbicos de un agua que extraen sin piedad de los manantiales locales. Operación que desciende trágicamente el nivel de la capa freática y deja algunos pozos obsoletos de por vida. Si tu vecino cedió el terreno a los del gas por un puñado de dólares, puede que al girar el grifo de tu granja observes con sorpresa que ya no sale ni una gota. La mala noticia es que no volverá a salir jamás y, espera, que eso no es lo peor. Lo terrible es que en el líquido que te robaron por debajo y sin previo aviso van a disolver un montón de componentes químicos para inyectarlos a presión en el subsuelo. Algunos de ellos altamente contaminantes. Cancerígenos. Para que erosionen a conciencia la madre Tierra. Para que hagan daño abajo y le abran paso al gas; la energía limpia e independiente que crea empleos. El combustible que aflora a la superficie mientras por debajo el veneno encuentra los acuíferos profundos y elimina la vida.
Hasta que Dick Cheney fue vicepresidente en Estados
Unidos todo el mundo tenía que respetar el Clear Water Act. Una ley de
protección del agua potable que obligaba a todo hijo de vecino a declarar los
componentes químicos que arrojaba al terreno. Para defender a los
norteamericanos de la sed. Para que no volviera a pasar lo que ocurrió con el
DDT que, entre otras cosas, se llevó los minerales que endurecían la cáscara de
los huevos de águila y a punto estuvo de extinguirles el símbolo de su escudo.
Pero Dick Cheney venía de dirigir Halliburton, la empresa que fabrica en
exclusiva la maquinaria necesaria para extraer gas y, en nombre de la seguridad
nacional, le hizo firmar a Bush una ley que exime a las petroleras de declarar
los potingues que usan para extraer carburante. ¿Motivo? No hace falta ser muy
listo para responder a esta pregunta. ¿Disculpa? Que la independencia
energética es más importante que el daño medioambiental.
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