No fue una manifestación al uso, con su cabecera, su pancarta y todos detrás en perfecta formación y circulando en un único sentido. Fue una especie de romería de protesta en la que cada cual iba y venía por donde mejor le cuadraba. Sólo los grupos comunistas, de siempre tan disciplinados, llevaban su megáfono y gritaban sus consignas, adecuadamente coreadas por los suyos. Los demás circulaban en todas las direcciones, se quedaban de conversación parados en corros, sentados en las terrazas de Recoletos tomándose una cerveza o tumbados sobre el césped de los jardines laterales.
Eran, o parecían, muchísimos y, si esa cantidad de gente que se reunió ayer en el Paseo de la Castellana de Madrid suma tan sólo 60.000 personas, hay que ver cuánto cunden. Habrá que revisar de ahora en adelante las cifras oficiales de las futuras concentraciones.
Estaban ocupadas la calzada central, las laterales y también los paseos entre ambas cuando cientos de personas seguían llegando desde Atocha. Los claros que había, que los había, eran los espacios en los que el sol sacudía de plano, sin atisbo de sombra. Y no hubo atascos porque se produjo un movimiento de ida y vuelta, de modo que, mientras unos se dirigían a Colón por la calzada central, otros, los que ya habían alcanzado anteriormente la plaza, regresaban por los laterales.
Y, por supuesto, prácticamente nadie parecía esforzarse en escuchar las arengas que los líderes sindicales lanzaron desde la tribuna levantada junto los jardines del Descubrimiento. Si no fuera por la precisión técnica de las líneas de audio de radios y televisiones, ni los asistentes ni el resto de los españoles nos habríamos enterado ayer de lo que se dijo allí. El caso es que, más que una manifestación, aquello parecía una quedada.
Y, sin embargo, el aire tranquilo y sin tensión que había dominado el acto durante toda la mañana estuvo a punto de derivar en un serio enfrentamiento con la Policía porque hubo unos cuantos, apenas 100, quizá alguno más, que pugnaron sin éxito por llegar hasta la sede del PP para organizar allí la correspondiente pitada. Pero tenían el paso cortado y se fueron concentrando tras las vallas, cada vez más airados y vociferantes.
Hubo un momento difícil en que estallaron dos petardos en medio de aquel gentío y se produjo un inquietante movimiento de miedo, un instante de peligro que podía haber derivado en peligrosa desbandada. Fue entonces cuando los miembros de la Policía Nacional se pusieron los guantes y los cascos y sacaron los escudos. Iban a cargar sobre los concentrados. Si lo hubieran hecho, habría habido heridos porque muchos habrían sido pisoteados : la calle de Génova es estrecha y no permite escapar. Pero no cargaron. Decidieron esperar. y aguantar un pulso que, aderezado por gritos e insultos al Gobierno, duró más de una hora.
Tiempo sobrado para que un puñado de manifestantes que habían entrado a refugiarse en una cafetería de la esquina con Montesquinza entablaran decenas de conversaciones cruzadas sobre el país y la situación política; la responsabilidad del presidente del Gobierno y de todos los presidentes anteriores; las frustradas esperanzas de los presentes en una democracia en la que creyeron fervientemente en su juventud pero les ha defraudado de manera amarga; las perspectivas laborales de cada uno o el maligno papel de los «cuerpos represivos». Allí estaba la España de siempre, la que oscila entre el «¡hijos de puta, ¿para esto os pagan?!», dedicado a los policías que les impedían el paso, y el «déjales, que a ellos tampoco los pagan ni ná». Al final, la paciencia policial y el hambre de los manifestantes hicieron el resto. A las 14.30 horas ya no quedaba nadie. La protesta había terminado.
Y, aunque parezca mentira, la manifestación de ayer va a beneficiar a muchos y a perjudicar a muy pocos. Beneficia, desde luego, al líder del PSOE, que pudo aprovechar la indignación de los asistentes para lanzar a Rajoy los dardos más certeros. Ha perdido el apoyo social, dijo Rubalcaba desde el País Vasco. Es verdad, está perdiendo apoyo social a chorros porque sus votantes no admiten la política que están padeciendo. Pero el apoyo social de la izquierda nunca lo ha tenido y no sería honesto contabilizarlo como pérdida.
Y que era mayoritariamente la izquierda la que se manifestaba ayer en Madrid lo prueba el hecho de que no se vio ni una sóla bandera española que no fuera la que ondeaba en la plaza de Colón y bajo la que, queriéndolo o no los convocantes, se desarrolló todo el acto. Aunque pude atisbar otras dos. Las portaban, mire usted por dónde, unos militantes de Unificación Comunista de España, un partido marxista-leninista-pensamiento Mao Tsé Tung. El resto, banderas republicanas, de las comunidades y de los sindicatos. No le pone a la izquierda española la bandera de su país.
Lo de ayer beneficia parcialmente a las organizaciones sindicales porque, mal que bien, les ha devuelto la voz en la calle frente al Gobierno aunque su pretensión de celebrar un referéndum para preguntar si nos parece bien que nos recorten los sueldos y nos amarguen la vida es un puro disparate.
Y en cierto modo beneficia al Gobierno. Puede parecer una broma, porque es cierto que Rajoy atraviesa ahora el momento más crítico desde que llegó al Gobierno. Además del incendio que se le ha desatado en Cataluña y el que se le puede desatar en el País Vasco a partir de octubre, en este momento está metido en mitad de la tormenta, con unos recortes aprobados y otros por aprobar, pero sin que los resultados positivos que busca asomen ni remotamente por el horizonte. Pero lo sucedido ayer le beneficia ante sus socios europeos porque pone de manifiesto, sin que tenga que esforzarse más por convencerles, de que sus medidas de ajuste son reales, no cosméticas, y lo bastante duras como para sacar a la gente a la calle a rebelarse contra ellas. Y porque son la prueba del nueve de su decidida voluntad de seguir adelante para cumplir sus compromisos aunque le cueste, como podría costarle, su salida del poder.
Metido en el dilema de pedir o no pedir el rescate y del mejor momento para hacerlo, lo de ayer es lo menos malo que le puede pasar de aquí a final de año a Mariano Rajoy.
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